Mi padre, el Hemingway que se
convirtió en mujer
Un nieto del escritor publica un escandaloso retrato
del clan centrado en su progenitor transexual y los aspectos más oscuros de la
familia
Jacinto
Antón Barcelona 16 JUN
2012 - 01:00 CET5
Ser hijo
siempre es un difícil oficio. Y más si tu padre se llama Ernest Hemingway y a
ti te gusta vestirte de mujer en los ratos libres y frecuentar así los bares de
vaqueros de Montana.
Es lo que
hacía Gregory Hemingway, el más
pequeño de los tres retoños, todos varones, del gran escritor paradigma de
héroe muy macho. Gregory, conocido familiarmente como Greg y Gigi,
tuvo una relación muy conflictiva con su famoso y difícil padre, en la que no
ayudó que durante una estancia en 1952 en casa del novelista en Cayo Hueso,
Cuba, el hijo le sustrajera –para usarlas– varias prendas de ropa a su madrastra Mary, la cuarta esposa de Ernest Hemingway,
y al ser descubierto el robo acusara a una criada.
Ernest y sus
hijos Patrick y Gregory, en Cuba, hacia 1940. Una imagen incluida en
‘Hemingway: Homenaje a la vida’ (Mariel Hemigway, Editorial Lumen) / COLECCIÓN
HEMINGWAY
El
vergonzoso episodio provocó un áspero cruce de cartas entre padre e hijo en el
que el primero –que ya había pillado al segundo de niño probándose unas medias–
denominaba al vástago “delincuente adolescente” y “buitre”, se refería a su
“condición patológica”, le echaba en cara “no ser capaz de comportarte como un
hombre” y remataba con lo que ha de doler mucho si te lo recrimina Hemingway,
nada menos: “El deterioro de tu caligrafía y de tu ortografía es un síntoma muy
alarmante de tu enfermedad”. El hijo no se quedó corto en el intercambio:
“Monstruo abusivo empapado en ginebra” (dos o tres botellas diarias), “mierda
egocéntrica”, “cabronazo” y una terrible advertencia: “Morirás sin que nadie te
llore y básicamente sin que nadie te quiera a no ser que cambies, papá”.
Hemingway no
cambió: no hubiera sido Hemingway. Sí lo hizo, y mucho, su hijo: en 1994 se
sometió a una operación de reasignación de sexo y se convirtió en mujer bajo el
nombre de Gloria, con el alias añadido de Vanessa.
“Problemas
con los padres los tenemos todos, es una historia interminable”, reflexiona al
otro lado del teléfono desde Montreal el hijo de Gregory y nieto de Ernest,
John Hemingway. Este Hemingway de tercera generación, primo hermano de Margaux y Mariel (hijas del primogénito del escritor y
único hijo con su primera mujer Hadley Richardson, Jack Hemingway) edita ahora
en castellano un interesantísimo y muy emotivo libro sobre la conflictiva
relación de su padre con su abuelo y la suya propia con su progenitor que, como
pueden imaginar, también tuvo sus complicaciones (pasaron 10 años sin
hablarse). Es una obra (Los Hemingway, una familia singular,
Planeta, título original Strange tribe: a family memoir) que arroja
muchísima información sobre el conjunto del clan Hemingway –especialmente en
términos de mal rollo– y nueva luz sobre el autor de París era una fiesta.
También tiene algo de exorcismo. “He querido entender a mi padre y arreglar las
cosas con él, y en el proceso he visto lo obsesionado que estaba mi padre de
manera similar con el suyo, con el que mantenía una relación de amor-odio. Lo
detestaba y a la vez lo extrañaba y se sentía culpable de su suicidio en 1961”.
“Hay algo que no nos funciona, pero nuestra desgracia
no es ser famosos ni el vudú, sino la genética, una tendencia a ser bipolares.
Margaux, muerta de sobredosis, padeció la enfermedad. Yo no”
Gregory
(1931-2001) y su hermano Patrick (1928) son los hijos que Ernest Hemingway tuvo
con su segunda mujer, Pauline Pfeiffer. Gregory, según relata su hijo, no
disfrutó lo que se dice una vida muy armónica: sufría de psicosis
maniaco-depresiva, se travestía, se casó cuatro veces, tuvo siete hijos de tres
de sus mujeres, fue detenido por diversos escándalos públicos –el último al
pasearse en bragas (!) frente al Seaquarium de Miami– y falleció de infarto en
octubre de 2001 mientras estaba preso en una celda en el centro correccional de
mujeres del condado de Miami-Dade. Su hijo resigue su vida en el contexto de la
familia Hemingway y traza un retrato pasmoso, doloroso pero muy humano, de
seres sacudidos de lo lindo por la inestabilidad mental, el alcohol, el desamor
y la fama. Gente con un talento especial para herirse entre ellos, por asuntos
de afecto o dinero. No es el menor de los méritos del libro, consagrado a la
comprensión, la redención y la reconciliación –aunque no anda escaso de mala
baba–, que al cerrarlo te consueles pensando que hay familias más complicadas
que la tuya.
Después de
dos hijos varones, el mayor de los cuales peleó audazmente como paracaidista en
la II Guerra Mundial cayendo prisionero de los nazis y el segundo se convirtió
en cazador profesional en África, Hemingway quería una niña. Y llegó Gregory.
Decepcionados, él y su mujer, lo pusieron en manos de una institutriz
alcohólica y cruel. Gigi trató de ser un Hemingway clásico: cacerías en
Tanganika, boxeo, mujeres, incluso se alistó brevemente en la 82ª
Aerotransportada; pero no pudo.
“Ha sido un
libro difícil de escribir”, explica John Hemingway, “observar todo ese
sufrimiento…”. Le pregunto, intentando ser delicado, por la transexualidad de
su padre. “Mi padre era quien era. La persona es la persona. Eso no cambia con
el sexo, como no cambió mi cariño por él”. Una vez cuando John le preguntó a su
padre porqué se travestía este le contestó que le ayudaba a “gestionar el
estrés”.
La tesis de
John Hemingway es que su padre no fue en absoluto una “oveja negra” o una
“manzana podrida” en el seno de la familia sino un producto característico de
la misma. Visto lo visto –de las terapias de electrochoque a los abundantes
suicidios (Ernest, su padre, un hermano, una nieta…)– es difícil no darle la
razón. Se ve que algunos Hemingway se tienen por los Kennedy de la literatura y
piensan que arrastran una maldición semejante. Aunque John Hemingway matiza:
“Hay algo que no nos funciona, pero nuestra desgracia no es ser famosos ni el
vudú, sino la genética, una tendencia a ser bipolares. Margaux, muerta de
sobredosis, padeció la enfermedad. Yo no”.
“Entendí que el abuelo no era el macho puro que muchos
pensaban, y eso me sirvió para comprender mejor a mi padre. Eran dos caras de
la misma moneda”.
El nieto del
escritor se esfuerza en demostrar que los mismos desórdenes psicológicos e
impulsos que llevaron a Gregory no solo a la autodestrucción y la infelicidad
sino al travestismo y la transexualidad latían en el propio Ernest Hemingway,
ese icono de la masculinidad que usaba una metralleta Thompson para mantener a
raya a los tiburones cuando pescaba. Hace tiempo que sabíamos que existían
fisuras en el corajudo y correoso Papá Hemingway, que resultaban sospechosas
tanta sesión de boxeo, desesperada búsqueda del riesgo, caza de búfalos,
vigorosos duelos con los grandes marlins fusiformes, misoginia –“las mujeres
son un estorbo en un safari”–, corrida y viril fanfarronería (para un espectacular
retrato del escritor véase Hemingway, homenaje a una vida, Lumen, 2011, presentado por su nieta Mariel).
John Hemingway subraya que en realidad marcó mucho a su abuelo el que lo
vistieran de niña de pequeño y lo presentaran como la gemela de su hermana Marcelline. Eso
le hizo ser proclive a la fascinación con los cambios de rol entre géneros y la
androginia, asunto que puede observarse en su literatura si trasciendes el
cliché. “Entendí que el abuelo no era el macho puro que muchos pensaban, y eso
me sirvió para comprender mejor a mi padre. Eran dos caras de la misma moneda”.
Ambos compartían además, según el nieto, un notable descuido por la higiene
personal. Aunque, lo que hay que ver, Ernest ya vestía de Abercrombie &
Fitch para sus aventuras outdoor. Ya decía yo
que había visto en algún sitio esas camisas de cuadros tan a la moda.
Las madres
no han compensado precisamente mucho en los Hemingway la mala relación con los
padres. Ernest detestaba a su madre, Grace. Gregory –el chaval tan mono en las fotos de
Robert Capa con su padre en Sun Valley en 1941– dijo de la suya,
Pauline: “Yo odiaba a aquella zorra. Nació sin instinto maternal. Nunca me
cogió en brazos”. John ha tenido problemas con la suya propia, Alice:
esquizofrénica, sumida en hondas crisis nerviosas y alcohólica, quiso ser monja
y dejó de lado a sus hijos que como puede suponerse tampoco tuvieron un apoyo
muy estable en el padre.
No puedo
dejar pasar la oportunidad de preguntarle al nieto de Hemingway qué pensaría el
autor de Verdes colinas de África de la cacería de elefantes del Rey.
“Conozco la controversia. No puedo hablar por mi abuelo pero conociendo sus
posiciones conservacionistas en pesca y caza –algo que puede sorprender a
muchos– creo que hoy no estaría de acuerdo. África no es lo que era. Y él
hubiera sido sensible a la nueva realidad y a los peligros de extinción de la
vida salvaje”.
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