Casi atravesaban la ventana cuando conseguí atraparlos.
Los había dejado bien doblados la noche anterior al ir a costarme: algunas prendas, en la percha, y ellos, sobre la cómoda. Pero un suave fru-fru me despertó de golpe y atónita contemplé cómo intentaban la fuga.
Rápidamente me lancé tras ellos y entre manoteos, forcejeos y resoplidos, abandonaron su resistencia y se entregaron, maltrechos, a mis brazos. Les lancé una dura reprimenda y me respondieron con un silencio humilde y conciliador; me dieron a entender que nunca más intentarían la huída; que estaban muy arrepentidos… Yo les hice creer, a mi vez, que también me creía lo que ellos me decían. Pero no era cierto. Yo no estaba dispuesta a bajar la guardia. Nunca. Jamás iba a permitir que se alejaran de mí.
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