Miles de personas, sobre todo mujeres,
son acusadas de brujería en Nepal
Es una maldición que puede acabar con
sus vidas.
A Ranwati Chowduri la
llaman bruja. Porque, cuando una de sus familiares enfermó, un
chamán aseguró que la dolencia estaba provocada por un maleficio que ella le
había lanzado. Para descubrir la procedencia de la magia negra que mantenía
postrada en la cama a la mujer, el curandero utilizó una curiosa técnica:
cuando la fiebre hacía delirar a la enferma, él le zurraba. “Con cada golpe
solo decía una palabra: mi nombre”, recuerda Ranwati con un escalofrío. Para
los habitantes del poblado en el que reside esta mujer de 38 años, situado en una
remota zona del extremo oriental de Nepal, la relación causa-efecto resultó muy
clara. “Me acusaron de haber provocado su dolencia”.
A partir de entonces, la
vida de Ranwati se convirtió en un infierno. “Incluso mi marido me gritaba, y
quiso echarme de casa”. Pero se armó de valor y decidió dar la cara. La única
solución en un poblado en el que la mayoría es analfabeta y jamás ha pisado una
escuela era someterse a la prueba que propuso el chamán para salir de dudas:
propinaría otra paliza a la mujer convaleciente; si las magulladuras aparecían
en el cuerpo de Ranwati, se demostraría que esta era la culpable de su
padecimiento. Ambas accedieron. A la enferma estuvo a punto de enviarla
directamente a la tumba, pero el cuerpo de Ranwati continuaba inmaculado. Así
que el santón la declaró inocente.
Pero ahí no acabó su
odisea. El pueblo comenzó a sospechar, y finalmente decidió que Ranwati había
sobornado al chamán. “Todos creyeron a una mujer que dijo que me había visto
con dinero ese día”. Así que el jefe del poblado, generalmente la persona más
adinerada o influyente, decidió recurrir a la justicia popular, que consiste en
una asamblea presidida por él y que conforma el órgano en el que se dirimen las
disputas en primera instancia. “Se formaron tres grupos: uno que me apoyaba,
otro que estaba en mi contra y un tercero de indecisos que quería repetir la
prueba”. Ganó el último, y una vez más la enferma tuvo que pasar por un
calvario.
En esta segunda ocasión, al exorcista no se le ocurrió otra cosa que quemar
con cigarrillos a la víctima del supuesto conjuro. Una vez más, para culpabilizar
a Ranwati era imprescindible que las quemaduras apareciesen en su cuerpo.
Lógicamente, eso no sucedió, y su inocencia quedó nuevamente certificada. O así
debería haber sido, porque, aunque nadie se atreve ya a acusarla directamente,
lo cierto es que la mujer ha sido segregada de la comunidad. “Tienen un pacto
secreto para volver a culparme en cuanto suceda algo negativo en el pueblo, y
me han dicho que me darán de comer heces y me harán beber orina. Yo estoy
tranquila, porque sé que no soy una bruja, y ya les he dicho que si consiguen
probar lo contrario, comeré lo que tenga que comer”. Y si los vecinos se
sobrepasan, acudirá a la policía.
El caso de Ranwati roza
el surrealismo, pero es frecuente en los países del subcontinente indio, donde
diferentes factores se alían para crear situaciones propias de la Edad Media.
“La superstición y la falta de formación son el caldo de cultivo perfecto para
que la envidia o el odio se canalicen de esta forma contra quienes generalmente
son los eslabones más débiles de la sociedad: mujeres solas, en muchos casos
viudas, pertenecientes a los grupos de intocables Dom y Mester”, explica Ram
Kumari Das, presidenta de la Asociación de Mujeres de Siaraha Lahan, la
comunidad en la que reside Ranwati, que recibe apoyo deAction Aid
Nepal y de su organización hermana Ayuda en Acción
España. “La población cree en la magia blanca de los chamanes para
la curación de todo tipo de enfermedades, y eso lleva a que la mayoría también
crea en el mal uso que se puede dar a esos poderes”. Las acusaciones se pueden
lanzar sin prueba alguna y, en ocasiones, las consecuencias resultan fatales.
Es el caso de Dengani
Mahato, una mujer de 40 años cuya muerte en febrero provocó gran consternación
en el
país del Himalaya. Había sido acusada de brujería tras la
muerte de un niño que residía cerca de su choza, y fue ajusticiada por una
decena de hombres que la apalearon antes de rociarla con queroseno y prenderle
fuego delante de su hija de nueve años. La quemaron viva, y ni siquiera querían
permitir que la policía recuperase el cuerpo para realizar la autopsia. El
primer ministro nepalés, Baburam Bhattari, anunció una compensación de un
millón de rupias (en torno a 10.000 euros) para los dos hijos de Dengani, y
pidió a la población que no confíe en los chamanes. Sin éxito.
“Los casos van en aumento”,
sentencia Ram. “En nuestro distrito tenemos documentados casi 40 en los últimos
tres años, pero solo uno ha llegado a los tribunales y nadie ha sido castigado.
Generalmente, la policía no quiere involucrarse, y deja la justicia en manos de
los comités locales, quienes, aunque el código penal recoge castigos de hasta
dos años de cárcel para las personas que acusen a alguien de brujería, no
siempre fallan en favor de la víctima”. La ley en este país de cohesión
imposible es poco más que papel mojado y, por eso, la Asociación de Ram se
reúne cada mes para ofrecer consejo a las víctimas.
Panu Chowdury es una de
las últimas. “A un niño de mi pueblo le picó un escorpión. El chamán dijo que
el veneno era raro, que tenía mucha más fuerza de la habitual y que no podía
pertenecer al animal. Que había sido enviado por alguien que quería hacerle
daño. La madre me acusó de brujería”, cuenta. Fue suficiente para que una masa
enfurecida atacase su vivienda, destrozase el altar que tenía dedicado a Shiva
y le diese una paliza a su marido.
La Asociación de Ram
intercedió antes de que fuese demasiado tarde, y ofreció pagar 100.000 rupias
(algo más de mil euros) si se conseguía probar que Panu era una bruja. Pero si
no, los atacantes tendrían que abonar una compensación de dos millones (20.000
euros). “Consiguieron que depusieran su actitud”, recuerda Panu. “Pero no han
dejado de hostigarme. Incluso mi nuera me acusa de guardar un espíritu maligno
que terminará matando a su hermano”. La nuera y ella mantienen una disputa
económica, y la primera ha considerado que la acusación de brujería es la mejor
forma de hacer presión para salir victoriosa. “Me consta que ha pagado a un
chamán para que la ayude”, denuncia.
Mangal Paswen personifica la otra cara de estas historias. Es un exorcista.
Y cree sinceramente en la existencia de las brujas. En el porche de su casa
duerme el nieto que nació hace dos meses y su cuerpo está lleno de amuletos y
hierbas medicinales destinados a protegerlo de espíritus maléficos y de la
magia negra. “Mis dos nietos anteriores fallecieron, y temo que éste, que
también está enfermo, corra la misma suerte”, reconoce este hombre de 68 años,
que recibió los poderes sobrenaturales de un viejo santón cuando era niño,
durante los nueve días que dura el festival de Nourata, “el único momento en el
que uno puede convertirse en chamán”.
A Mangal le va bien el
negocio. Ofrece todo tipo de rituales, la mayoría para curar dolencias físicas
y psicológicas que debería tratar personal médico cualificado. Pero en Nepal
este escasea, y su ayuda es la única que muchos vecinos pueden costear. Lo
metafísico se impone. “Es casi imposible saber quién es una bruja, pero el
refranero dice que ‘cuando hay un leopardo, la cabra desaparece’. Así que si
una mujer llega a un lugar y sucede alguna tragedia, es evidencia suficiente”,
asegura. Él desentraña la verdad mediante ritos que le permiten entrar en
contacto con los espíritus y determinar qué deidad está irritada o quién ha
lanzado un maleficio, pero afirma que nunca fomenta la violencia. “Cuando
descubro a una bruja trato de convencerla de que deje de practicar magia
negra”. Eso sí, si no consigue su objetivo o la acusada no reconoce los hechos,
el chamán aboga por medidas extremas. “A las brujas hay que cortarles la nariz
y el pelo, y embadurnarles la cara de negro para quitarles sus poderes”.
Afortunadamente, Mangal
asegura que, gracias a curanderos como él mismo, muy pocas veces hay que llegar
al límite, y que cada vez hay menos juicios de brujería. Sin embargo, solo
durante la noche que este periodista pasa con él lleva a cabo dos rituales. En
el primero, el objetivo es hacer huir al fantasma de una bruja que está
volviendo loco a Ramashish Paswan, un adolescente que sufre brotes psicóticos.
“Cuando viene el chamán me encuentro mejor”, asegura él. La escenografía es muy
sencilla. Ramashish se sienta en un pequeño taburete a la entrada de la chabola
en la que está recluido, y Mangal masculla una retahíla de palabras
ininteligibles mientras agarra su cabeza y lo rocía con polvos vegetales. El
clímax llega con unas brutales convulsiones que el chamán sufre “en la lucha
contra el fantasma”, que escapa a campo través perseguido por Mangal. Con un
grito al borde de un arrozal concluye el espectáculo, que el pueblo ha seguido
en silencio sepulcral.
La noche acaba con otra escenificación teatral destinada a impedir que el
embrujo que sufre una madre enferma pase a la niña que sujeta en brazos. “Es un
tratamiento que llevará semanas”, le avisa el curandero frente a una multitud
expectante.
Aunque Mangal rehúsa
hablar de sus honorarios, las dos familias que han contratado sus servicios
aseguran haber pagado “todo lo que ha pedido”. Desde animales hasta tierras.
“Son gente muy poderosa en su comunidad. Muchas veces no cobran dinero, pero se
resarcen con propiedades e incluso con favores sexuales”, afirma Ram Kumari
Das, cuya asociación se las ve y se las desea para convencer, incluso a quienes
han sido acusadas de hechiceras, de que las brujas no existen.
De hecho, a Maya
Chowdury le ha costado convencerse de que no es una bruja. Porque su madre ya
era considerada eso antes de que ella naciera, y ha vivido toda su vida bajo
una sospecha que se convirtió en certeza después de que una niña enfermase tras
vestir ropa que ella había confeccionado. Tenía 23 años cuando incluso su
familia vio en ella al fantasma de su madre. Su marido, militar, la abandonó, y
la familia política la obligó a marcharse con sus dos hijas. Hace diez años que
vive en dependencias de la Asociación de Mujeres, donde ha descubierto que la
ley está de su parte.
Y ahora prepara el contraataque. “He
denunciado a mi marido, que se ha vuelto a casar. El juez me ha otorgado una
pensión para las niñas de 3.000 rupias al mes (30 euros), y exige a mi marido
que me dé parte de la tierra que teníamos”. Sin embargo, desde que este se fue
al extranjero en una misión de paz, Maya no ha visto ni una rupia, y peligra la
escolarización de sus dos descendientes, de 8 y 12 años. “Cuando regrese
volveré a demandarlo. Porque no somos brujas”.
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