CANTO A MÍ MISMO

Me celebro a mí mismo,

y cuanto asumo tú lo asumirás,

porque cada átomo que me pertenece,

te pertenece también a ti. [...]

Walt Whitman. Hojas de Hierba.



lunes, 12 de septiembre de 2011

La puerta del infierno

Al principio notó un punto negro diminuto que confundió con un lunar. “¡Vaya, se dijo, la vejez va firmando su existencia!”.

Días después percibió que el punto negro había alterado su tamaño, pero no le dio importancia ya que lo achacó a que la piel había estirado debido a los kilos de más cogidos durante el verano. Pero una mañana, mientras se frotaba con la esponja en la ducha, un agujero del tamaño de una lenteja sustituía a lo que él creyó lunar.

Preocupado, palpó delicadamente la oquedad e intentó mirar en el interior, pero no fue la dermis lo que vio, no; ni siquiera músculos o nervios, no. Lo que vio lo dejó helado: era un vacío absoluto al que no supo ponerle nombre.

En los siguientes días, el temor fue apareciendo sin pausa pues ya era evidente que una parte de él se había borrado; una parte de él ya no existía y no había una explicación racional para ello.

Nuestro hombre, que no era nada tonto, declinó asistir a la consulta de médicos eminentes pues intuía que lo iban a tratar como un conejillo de indias y no le aportarían la solución que él necesitaba.

Curiosamente, el resto de la gente no percibía las diferencias que a él lo atormentaban y lo seguían viendo como “antes de”.

Llegó un día en que el vacío fue tan grande que prácticamente lo cubría entero y tomó una decisión: se acostó en la cama dispuesto a desaparecer definitivamente, pues nada lo ataba a este mundo. Ya no sentía miedo, sólo el dolor lógico de renunciar a la vida.

Sus vecinos llevaban un tiempo sin verlo y, alarmados al descubrir que faltaba al trabajo desde unos días, sospecharon que alguna enfermedad lo tenía postrado. Llamaron a su puerta con insistencia pero los sonidos del timbre se perdían en el eco del edificio y nuestro buen vecino seguía sin dar señales de vida.

Muy alterados, contactaron con la policía, que se presentó en el edificio y conocida la situación, intentaron abrir la puerta, sin éxito. Recurrieron a otros medios más contundentes y, tras varios intentos fallidos, lograron echarla abajo.

En la casa olía a bergamota.

Un aroma cítrico los acompañó por todas las habitaciones y progresivamente se fue intensificando hasta llegar al dormitorio: allí el olor era tan compacto que se podía cortar con un cuchillo. Confusos, miraron a su alrededor y no descubrieron rastro de nuestro hombre excepto el juego caprichoso de las sábanas que por un momento recordaba a una silueta humana…

Josefa

1 comentario:

  1. Hola, encontré este blog a través de nuestro gusto común por Hemingway y me pareció interesante. Saludos.

    ResponderEliminar