CANTO A MÍ MISMO

Me celebro a mí mismo,

y cuanto asumo tú lo asumirás,

porque cada átomo que me pertenece,

te pertenece también a ti. [...]

Walt Whitman. Hojas de Hierba.



martes, 3 de abril de 2012

En las cloacas de Europa

Miles de personas se pegan, literalmente, por conseguir un plato de comida en las largas colas de la beneficencia de Atenas

03.04.12 - 00:22 -

FRANCISCO APAOLAZA |


LAS CLAVES DE LA CRISIS

La verdadera cola de Europa se forma tres veces al día cerca de la plaza Omonia de Atenas a las tres, a las cinco y a las siete de la tarde. En el único centro público de beneficencia que hay en la capital. Frente a una verja oscura, Neeman tira de la gabardina de un reportero para llamar su atención. «Hey, quiero ir a America». Tiene las paletas abiertas y ocho años, demasiados pocos para partirse literalmente la cara por un plato de macarrones, el trofeo que alcanzará con lágrimas y el cuerpo magullado por la lucha. En su ingenuidad, el pequeño es el embajador del hambre de la calle Tsaldari, cloaca del estado de bienestar de Europa y escaparate de las necesidades extremas que están pasando los griegos

Neeman y los suyos son los parias de la crisis de la deuda, traducida en recortes drásticos. El director del grupo de apoyo de la UE, Horst Reichenbach, admite que no ha visto en persona a ciudadanos peleándose por la comida: «Suelo estar más con dirigentes que con ciudadanos». Reconoce la necesidad de repartir la carga del mayor ajuste económico de la historia. No es fácil. En el esquema social griego pervive una clase alta que sigue siendo alta, una antigua clase media alta que ya se ha convertido en media baja, una clase media baja que ahora es pobre y luego están los pobres de siempre, que ahora nadan en la miseria, fuera del sistema, condenados a esperar en colas como la de Tsaldari, a un tiro de piedra del Parlamento.

«Ten cuidado, esto es peligroso», alerta Matin, el hermano mayor de Neeman, ambos hijos de un afgano al que los talibanes no perdonaron haber servido como traductor a los marines norteamericanos. Son las siete de la tarde y las voces suben hasta convertirse en gritos. Tres hombres abren un resquicio de verja y más de cien personas salen despedidas por el pequeño espacio como el agua a presión. Hay abuelos que tropiezan, adultos que gritan y niños que se quejan y lloran, entre ellos Neeman, que queda atrapado en el marco de la puerta, aplastado por los mayores. Van a trompicones por el patio en una carrera loca, patética e injusta que termina en un mostrador, en otra cola de comida, propia de otras latitudes, de otras guerras.

Se mezclan inmigrantes con griegos recelosos de cualquier entrevista. «Cada vez son más. Hace solo cinco años atendíamos a 500 personas al día. Hoy son 1.500», dice un miembro de la organización. Hace cinco años, aquella cola era cosa de extranjeros; hoy pelean también los nacionales, sobre todo amas de casa jubiladas, abuelas que esconden la cara ante la cámara. «No quieren hablar contigo porque tienen vergüenza», aclara Matin.

Los que llegan los últimos se quedan sin un chusco de pan de la caridad institucional. Las ONG y la Iglesia hacen el resto, que tampoco es suficiente. Entregan al día más de 10.000 raciones de comida, además de ropa, medicamentos y zapatos. El año pasado, profesores de varios colegios del país ya detectaron a escolares con problemas de malnutrición. En algunos claustros, ellos mismos ponían de su bolsillo para pagar el menú a estos alumnos; pero el problema ha ido a más. Finalmente, el Estado ha firmado un acuerdo con las autoridades religiosas para dar a determinados chavales valiosísimos tiques de comedor: un bocadillo y medio litro de leche o zumo son suficientes para no caer redondos.

Matin, Neeman y sus tres hermanos no van al cole. Viven en la otra punta de la ciudad, en una habitación para siete por la que pagan 200 euros de alquiler. Su camino ha sido largo desde que salieran de Mazar e Sharif, en Afganistán. Matin tenía cinco años. Ahora, catorce. Han crecido en la incierta búsqueda de un futuro: Afganistán, Pakistán, Afganistán de nuevo, Irán, Turquía y Grecia. Cuando llegaron, la crisis ya había estallado. «Yo quiero ir a Alemania con mi madre », se queja Matin, que cuida de la prole en la selva del hambre de Atenas. Cada día, recorren diez kilómetros a pie evitando las redadas de inmigrantes que monta la Policía en los alrededores de la cola para la comida. Diez agentes llenan un autobús, cachean, piden papeles y se llevan a decenas de personas a comisaría. «Se dedican a espantarnos la clientela», se queja Mali, paquistaní, doce años en Grecia y dueño de un bazar tecnológico.

Droga y suicidios

«No podemos atender a toda esta gente», admite Michalis Chrysohoïdis, ministro de Protección Ciudadana ante la delegación de periodistas españoles invitados por la Comisión Europea. El mandatario no duda en cargar las culpas del colapso del sistema a los 250 inmigrantes que llegan diariamente al país a través de la frontera turca y que pasan meses en centros de internamiento, en condiciones «terribles».

En los refugios de SOS Children Villages se han duplicado en un solo año los casos de niños que necesitan ayuda. Están al límite y la organización ha tenido que aumentar su presupuesto. Grecia no es el país en el que más se sufre del mundo, pero nadie esperaba este deterioro en el corazón del euro y en ausencia de guerra. «La situación es muy mala y tenemos que ayudar a los niños de muchísimas familias que obviamente están afectadas por la crisis económica. Les damos comida y medicamentos. La mayor parte formaban parte de la clase media hasta ahora», cuenta Stergios Syfnios. Su propia organización se tuvo que hacer cargo hace unos meses de Anastasia, hija de María, una madre soltera en paro que no podía atenderla y que la entregó a la organización. En el último año ya han sido nueve los casos que han hecho saltar las alarmas en una sociedad que ha visto crecer, además del hambre, el consumo de drogas (ha vuelto la heroína) y la tasa de suicidios, que era una de las más bajas de Europa.

La Grecia de hoy en día no es un buen sitio para ser pobre. Después de años de abundancia a costa de la deuda, el país aceptó los recortes a cambio del rescate. Los griegos se apretaron, más que el cinturón, la soga: han bajado las pensiones entre un 20 y un 40%, el sueldo mínimo ronda los 350 euros y el subsidio del paro es de 450 euros y dura un año. El Estado, enorme, ineficiente y en quiebra, ya no es capaz de poner la mano cuando los ciudadanos se caen de espaldas.

Babis está al borde del precipicio. Bebe una cerveza de lata que no es la primera del día frente al metro de Syntagma, avispero de los enfrentamientos con la Policía, una plaza tatuada de pintadas y empapelada de carteles en los que se lee ENOIKIAZETAI (Se alquila). «Tengo 59 años y soy panadero. Antes ganaba 100 euros al día y ahora 100 euros al mes. Comemos cinco personas gracias a una hija peluquera que nos mantiene a todos, pero a veces pasan días sin que probemos la carne. Algún día saldrá el sol, pero espero que sea pronto o esta sociedad va a saltar por los aires».

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