Ray Bradbury viste de luto
Marte
Autor de obras como 'Crónicas marcianas' y 'Fahrenheit
451', tenía 91 años
Jacinto
Antón Barcelona 6 JUN
2012 - 16:29 CET44
Bradbury en 1984 / J.P COUDERC (ROGER-VIOLLET/CORDON PRESS)
Luto en
Marte y en nuestros corazones. La muerte el martes por la noche a los 91 años
de Ray Bradbury, maestro de la ciencia ficción más
lírica, les deja huérfanos a ellos, los marcianos de ojos amarillos en sus
crepusculares canales de ensueño, pero también a todos los de aquí abajo, sus
hijos lectores, los que hemos viajado con él en astronaves a las estrellas y
hemos bebido el licor del verano de las infancias perdidas bajo los porches de
la mítica Green Town, Illinois.
Bradbury,
que dispone ya de un cráter en su honor en la luna y que pidió que sus cenizas
sean esparcidas en el planeta rojo, será recordado por muchas cosas, por las Crónicas
marcianas, esa excepcional colección de relatos sobre la colonización del
planeta Marte que cambió para siempre el género fantástico y entusiasmó a
Borges; por El vino del estío y La feria de las tinieblas, dos de
las novelas más conmovedoras jamás escritas sobre el delicado momento en el que
los niños descubren la existencia del tiempo, de la muerte y de la
responsabilidad; por la distopía Farenheit 451 con su mundo de libros
perseguidos por bomberos flamígeros pero salvados por lectores contumaces en
una de las más hermosas fábulas sobre la perennidad de la lectura -un tema tan
actual-. Se le recordará también por sus estremecedores cuentos sombríos, los
de El país de octubre, que tanto han influido en autores de terror como
Stephen King. Pero sobre todo recordaremos de Ray Bradbury su capacidad para
mezclar en un combinado único la fantasía, la poesía, la maravilla, la
nostalgia y la inocencia.
Criado en
los sueños, esperanzas y pesadillas de los EE UU que pasaron en pocas
generaciones de ser una sociedad básicamente rural a abrazar las más
portentosas y abracadabrantes tecnologías, Bradbury (Waukegan, Illinois, 1920)
se entusiasmó, recelando al tiempo, con las novedades y artefactos, mostrando
en sus historias lo prodigioso de la ciencia y a la vez advirtiendo de que el
ser humano no debería perder su alma en aras de ella. "No debemos llevar
nuestros pecados a otros mundos", le escuche decir en una ocasión, en su
única visita a España, en 1991.
Era un gran moralista, con un lado indudablemente
ingenuo y paternalista, incluso reaccionario, que a veces le lastraba, pero
tenía el don de transportarte a un mundo de emociones y sentimientos prístinos
e irresistibles. Sus diáfanas metáforas son como encajes de cristal que te
arañan el corazón y te anegan los ojos de lágrimas.
Había sin
embargo en él junto a la luz y el optimismo un lado oscuro, de miedo y culpa,
en el que crecía fértil el musgo de lo espectral y de lo macabro. Pocos autores
han escrito como Bradbury sobre la muerte y la pérdida. Es imposible recordar
algunos de sus historias sin estremecerse, la del bebé asesino, la del perro
que regresa de ultratumba, la del hombre que se hace cargo de la guadaña de la
muerte y siega el campo de la vida hasta encontrar los tallos que son su mujer
y sus hijos… En relatos y novelas esa sombra, ese otoño, es el contrapunto
insoslayable de un gran canto vital de celebración de la existencia y de la
belleza del universo.
En esencia,
con toda su cultura y sabiduría, Bradbury -y él mismo lo reivindicaba- nunca
dejó de ser un niño de 12 años, el asombrado y vivaz Douglas Spaulding con
zapatillas de deporte nuevas de El vino del estío (1957), la preciosa
novela en la que relató su infancia trasmutando su Waukegan natal en Green
Town, su pequeña arcadia personal de cometas y zarzaparrilla. Ese lugar soñado
hubo de abandonarlo a los 14 años cuando su padre, empleado ferroviario
afectado por la depresión, se trasladó con la familia a Los Ángeles. Gran
lector de literatura pulp, amante de los tebeos, empezó a publicar en
fanzines y en 1941 vendió su primer cuento. En 1950 publicó la obra por la que
será especialmente recordado, Crónicas marcianas, un conjunto de cuentos
vagamente unidos por el nexo de la invasión humana de Marte que llenan de
asombro y transpiran una atmósfera de sobrenatural melancolía y soledad. Cuando
el año pasado visité la vieja casa de Bradbury junto a la playa de Venice,
California, donde el escritor vivió con su mujer Maggie al casarse en 1947, no
pude dejar de pensar en la influencia de esa pequeña Venecia con sus minúsculos
canales en la creación del Marte de las crónicas. No hay mucha ciencia-ficción
en el sentido convencional en el libro, como no la hay en sus otras novelas y
en sus centenares de relatos, agrupados en títulos tan conocidos como El
hombre ilustrado o Las doradas manzanas del sol. Una de las cumbres
del género, Bradbury es sin embargo muy diferente de otros populares maestros
contemporáneos suyos como Isaac Asimov (+1992) o Arthur C. Clarke (+2008). Solo
ahora, releyendo, caigo en la cuenta de qué solos nos hemos quedado en el
universo al completarse la pérdida de la gran tripleta espacial.
Poco sexo en
Bradbury, les advierto, un autor que dejó escrito: "Igual que mi amigo Ray
Harryhousen concentró toda su libido en los dinosaurios, yo la puse en los
cohetes, en Marte, en los extraterrestres y en una o dos muchachas que cuando
me decidía a leerles mis historias huyeron muertas de aburrimiento".
Algunos
encuentran que su obra desde 1960 ya no está a la altura de sus grandes
creaciones. Quién sabe, quizá hemos perdido la inocencia para valorarlo. Sea
como sea, aquí y allá en las novelas y antologías publicadas a lo largo de este
medio siglo saltaba la chispa incandescente del viejo Bradbury. Recuerdo un
cuento genial sobre un hombre mosca y la emoción que provocaba el retorno a Green
Town en la secuela El verano del adiós.
Escribió
ensayos y poesía (no muy buena: su poesía estaba en su prosa). Tuvo una suerte
desigual en el cine, un arte que amaba como solo pueden hacerlo los grandes
soñadores. Ninguna de sus obras -llevadas también a la televisión, al teatro y
a la ópera incluso- ha tenido una brillante plasmación en la pantalla si
exceptuamos la versión de Truffaut de Fahrenheit 451 (1966), que
precisamente a Bradbury no le satisfacía por "demasiado intelectual".
Su gran colaboración con el séptimo arte y una aventura en sí misma fue sin
duda escribir en 1953 el guion de Moby Dick para el turbulento John
Huston. Bradbury leyó nueve veces la obra de Melville y la sintetizó
prodigiosamente en 150 páginas. El proceso y la relación con Huston los evocó
posteriormente en una novela, Sombras verdes, ballena blanca. La
influencia de Ray Bradbury en el cine es enorme, baste con decir que Spielberg
lo ha considerado su propio padre.
Cuando en
1991, durante un almuerzo, le pedí que me dedicara La feria de las tinieblas
para mi hija que aún no había nacido, se empleó con simpática fruición
encantado con el reto de conquistar a una lectora del futuro. Hoy, mirando al
espacio con tristeza, siento en el alma no haber pensado en mis nietos.
NOVELAS
Fahrenheit
451 (1953)
El vino de
estío (1957)
La feria de
las tinieblas (1962)
El árbol de
las brujas (1972)
La muerte es
un asunto solitario (1985)
Cementerio
para lunáticos (1990)
El ruido de
un trueno (1990)
Sombras
verdes, ballena blanca (1992)
Matemos
todos a Constance (2004)
El verano de
la despedida (2006)
Ahora y
siempre (2009)
CUENTOS
Crónicas
marcianas (1950)
El hombre
ilustrado (1951)
Las doradas
manzanas del sol (1953)
Remedio para
melancólicos (1960)
Las
maquinarias de la alegría (1964)
Fantasmas de
lo nuevo (1969)
Cuentos de
dinosaurios (1983)
La bruja de
abril y otros cuentos (1994)
Más rápido
que el ojo (1996)
De la ceniza
volverás (2001)
Algo más que
el equipaje (2003)
El signo del
gato (2005)
NO FICCIÓN
Zen el arte
de escribir (2002)
Bradbury
habla (2008)
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